domingo, agosto 31, 2008

LO QUE LA REVOLUCION ERA

Nota del Blogguista

La Revolución y su triunfo era la consecuencia de ¨la soberbia, la soberbia de todos¨ al decir de Dulce María Loynaz unida con la falta de madurez y responsabilidad ciudadana.Nunca se debió tomar, por ninguna de las partes involucradas, el revolucionarismo como vía para resolver los problemas nacionales; el revolucionarismo, con sus ingredientes, fue uno de los males de la República.El golpe del 10 de marzo de 1952 fue el motivo, las causas son más lejanas y profundas.

Añado dos fragmentos de la CARTA DE CUBA A SAN MARTÍN de Dulce María Loynaz, escrita el 9 de mayo de 1962.

¨Empero pobre o rica, sola o rodeada del calor humano, ligada estoy a mi país, como te dije, y no sabría apartarme de él. Otros lo han hecho y allá ellos. Hablo por mí, naturalmente. También hay gentes con teorías nuevas y dicen que en el mundo no debe haber fronteras, sino un solo sistema de vivir, una sola medida, un solo pensamiento. Tal vez tengan razón, yo no lo sé; confieso que te escribo en una gran confusión de alma. No obstante, me parece que con la tierra nuestra nos sucede lo que con esos órganos vitales y entrañables: no nos apercibimos de su existencia hasta que duelen.

La mía duele ahora ¡Y como duele! Yo creo que el clamor haya llegado allá donde tu moras rodeado de ángeles próximo a la inefable Presencia. Y entonces no te cuento nada nuevo si te digo que aquella isla niña que una vez traje riendo de la mano, aquella novia de Colón, aquella benjamina bien amada, ya no es niña, ni es novia: es la más desolada de las madres porque tiene que serlo la que ve a sus hijos despedazándose entre sí, cegados por la sangre, por la fiebre del odio, por la ira; es huérfana en los hijos de estos hijos, es viuda en las mujeres que dejaron atrás y manca en el hermano que se amputó a su hermano.

La isla niña ha envejecido siglos en apenas dos lustros: sobre la curva de la espalda lleva una carga de pecados propios y ajenos que casi pesan más que las desgracias. De nada vale discernir quiénes los cometieron: de todos modo será ella la que lleve la carga.

La isla tiene sed: también el cielo le ha negado el agua. Pero no es la falta de agua, ni la falta de pan si el pan faltase; te aseguro que el animo no flaquearía por eso. Es la falta de amor, de caridad, es la ambición de unos y la torpeza de otros y la soberbia, la soberbia de todos.
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Tú pensarás que es mucho lo que pido, y yo también lo pienso. El diálogo es posible con salvajes inocentes y crueles; al menos muchas veces es posible. Pero nunca lo es con estos hombres civilizados, llenos de ciencia y de orgullo, llenos hasta de filosofía. No lo es, no lo es con estos hombres, aunque por conseguirlo estuvieses dispuesto, como entonces, a pagar con el precio de tu vida.

Nunca te escucharían porque ellos son siempre los que hablan. Y ciertamente no habrán sino más ponzoñosas las flechas de los indios o las lanzas de los idólatras. Ni más ponzoñosas ni más certeras.

Los pecados de las gentes que fuiste a convertir, eran pecados de ignorancia: los que por esta banda nos dejaste, son ya pecados de sabiduría. Triste es desconocer el Divino Mensaje, pero más triste es todavía haberlo conocido y olvidarlo.¨
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Lo que la revolución era

Rafael Rojas

Lo que triunfó el 1 enero de 1959 ¿qué fue? ¿Qué expectativas de cambio político se reflejaban en las emociones de aquel día? ¿Qué entendían por revolución los primeros revolucionarios? Un repaso de los principales periódicos de la isla (Diario de la Marina, Prensa Libre, El Mundo, Información, Avance) entre el 1 y el 8 de enero de 1959 y, sobre todo, una relectura del primer número de Bohemia de aquel año, que arrancaba con el editorial ''Que no vuelva jamás el monstruo'', nos ayudan a comprender el significado que entonces tenía la palabra revolución.

Los cubanos contaban, al final de aquella semana, con un nuevo gobierno, encabezado por el presidente Urrutia Lleó y el primer ministro Miró Cardona. Las tropas del Directorio Revolucionario, que tras la huida de Batista habían tomado el Palacio Presidencial, entregaron el recinto a dicho gobierno, el 6 de enero, reconociéndolo como el poder legítimo de la revolución. Fidel llegó dos días después a La Habana, el 8 de enero, y fue recibido no como un gobernante o un estadista, sino como algo muy distinto: el héroe de la guerra contra la dictadura, el líder de la rebelión armada que provocó el colapso de un gobierno represivo y corrupto.

El presidente Urrutia le dio la bienvenida, desde la terraza norte de Palacio, con estas palabras: ''...la democracia cubana se considera honrada con la presencia del gran héroe, del líder más abnegado de la historia'', quien, ''después de derrocar la dictadura con su esfuerzo admirable, no ha tomado el poder en sus manos, sino que lo ha puesto en manos de un hombre en quien él tiene fe''. El propio Castro, en las últimas reuniones de la Dirección Nacional del 26 de Julio en la Sierra, había insistido en que su papel y el de los demás comandantes rebeldes no debía ser político, sino militar y moral: ellos serían el ''escudo'' físico y espiritual del nuevo gobierno.

Para la mayoría de los cubanos, aquel rol era natural: los héroes --Fidel, Camilo, el Che-- no podían ser vistos como políticos civiles o gobernantes de la república. Además, el encargo del nuevo gobierno, a pesar de la hegemonía del 26 de Julio en el mismo, era compartido por todas las organizaciones revolucionarias. Había sido plasmado en documentos como La historia me absolverá (1954), el programa Nuestra razón (1956), el Manifiesto de la Sierra (1957) y el Pacto de Caracas (1958). Sus principales tareas estaban claras y generaban consenso: restauración de la Constitución del 40, reforma agraria, alfabetización, recuperación de bienes malversados, procesamiento de criminales, convocatoria a elecciones.

El gobierno de Urrutia y Miró se presentaba como ''provisional'' y así era asumido por la ciudadanía y la opinión pública. Durante el mes y medio que funcionó aquel gabinete, se tomaron cientos de acuerdos y se aplicaron algunos decretos importantes como la ''ley fundamental'', emitida el 7 de febrero, que restablecía básicamente la Constitución del 40, aunque con algunas modificaciones como el incremento de autoridad del Consejo de Ministros. Se trataba de un gobierno concebido para satisfacer en pocos meses las principales demandas económicas y sociales de la insurrección contra Batista y luego convocar a elecciones presidenciales.

Sin embargo, como ahora sabemos, Castro no dejó de hacer política durante ese mes y medio. De hecho, no sólo inauguró un nuevo tipo de política, plebiscitaria y carismática, por medio de constantes intervenciones públicas (ante la tumba de Chibás, desde Caracas, en el Club de Rotarios, con los empleados de la Shell y de los casinos), sino que continuó el entendimiento con los comunistas, iniciado por él mismo, Raúl y el Che en la Sierra, y mantuvo una permanente comunicación con los ministros del 26 de Julio. Desde esos foros llegó, incluso, a oponerse por la derecha a medidas del gobierno revolucionario, como la suspensión del juego en los casinos.

El papel de Fidel en la renuncia de Miró y en su propio ascenso al primer ministerio fue decisivo. Luis M. Buch cuenta que en una reunión con los ministros del 26 (Hart, Pérez, Camacho, Buch y Oltuski, en casa de este último), Castro propuso que para que él reemplazara a Miró era necesario que se reformara el artículo 154 de la Constitución del 40, concediéndole al primer ministro la potestad ya no de ''representar'', sino de ''dirigir'' la política general del gobierno. Días después, el 13 de febrero de 1959, Miró renunció y Castro, gracias a la reforma constitucional, asumió el control político del país. A partir de entonces, el gobierno revolucionario comenzó a abandonar gradualmente su carácter moderado y provisional.

Pero a pesar de Castro y de las pequeñas minorías radicales (los comunistas, el Che, Raúl) que lo rodeaban, la revolución era entonces lo que decía ser: una nueva democracia. La política económica, encabezada por López Fresquet, Cepero Bonilla, Pazos y Boti, se inscribía en el nacionalismo agrario, liberal o cepalino de la izquierda no comunista, que predominaba en América Latina. La política exterior, dirigida por Roberto Agramonte, buscaba un reajuste de la soberanía frente a Estados Unidos a partir de una agenda nacionalista y democrática. Para la mayoría de los revolucionarios, en 1959, revolución no tenía nada que ver con partido único, economía centralizada, ausencia de libertades o lealtad incondicional a un caudillo.